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Cuando Los Guerreros Visualizan La Paz

Una de las inevitables tareas que tiene que hacer cualquier persona que sea analista en conflictos armados, especialmente si está interesada o implicada en negociaciones de paz, es ver las razones que influyeron en la creación del grupo y su opción por el uso de las armas, su evolución al largo de los años, y el discurso que mantienen en la actualidad para justificar la lucha armada o para adentrarse a un nuevo territorio de construcción de paz. Hay un largo repertorio de razones, normalmente de tipo político, pero también de carácter económico, étnico, religioso e incluso cultural, y muchas veces sumando a la vez varias de estas razones, que explican los senderos que eligen estos grupos al iniciarse un proceso de negociación.

Si alguno de estos grupos armados plantea o acepta entrar en un proceso negociador, la contraparte (el Gobierno) y la instancia facilitadora (si se ha optado por una mediación externa), han de tener la seguridad absoluta de que el grupo armado está dispuesto a dar en el futuro un paso muy difícil, como es el hecho de dejar las armas y, si así lo deciden, entrar en la política con instrumentos exclusivamente pacíficos y democráticos. La observación vale igualmente para los Gobiernos, pues al entrar en una negociación con grupos armados han de saber que forzosamente habrán de ceder en alguna cosa y pagar un “precio político”, término muy demonizado por quienes creen que la paz debe ser gratis. Pero no lo es, sencillamente.

Hace bastantes años, cuando mi hija pequeña tendría unos 14 años, me regaló un dibujo acompañado del lema siguiente: “Guerra sin escopetas. Luchad escritores y poetas”. Solo recientemente supe que lo había copiado de un grafiti callejero, pero da igual. Lo tengo colgado a la izquierda de mi ordenador, y me recuerda siempre el desafío que tienen los guerreros, habituados a las armas, para continuar defendiendo sus ideales por otros medios, como lo hacen los escritores y poetas. Y de ahí también el título de este capítulo. Lo planteo en forma de pregunta: ¿Pueden los guerreros visualizar la paz, con lo que ello supone de un necesario cambio de mentalidad? ¿Pueden los guerreros hacer suyas las palabras de Nelson Mandela, al recoger el premio Nobel de la Paz, cuando dijo: “Hablamos aquí del reto de las dicotomías de la guerra y la paz, la violencia y la no violencia, del racismo y la dignidad humana, la opresión y la represión, la libertad y los derechos humanos, la pobreza y liberación de los que padecen carencias. Nos encontramos hoy aquí como nada menos que representantes de millones de los nuestros que se han atrevido a levantarse contra un sistema social cuya esencia misma es la guerra, la violencia, el racismo, la opresión, la represión y el empobrecimiento de un pueblo entero?”.

En la historia de los procesos de paz, hay varios ejemplos de líderes o mandos importantes de grupos armados que, normalmente en un proceso más o menos corto, han observado el horizonte con otros ojos, se han maravillado ante la salida o la puesta del sol y han sido capaces, no solo de admirar la naturaleza, sino también de ver la humanidad que hay detrás de cada individuo, aunque sea el enemigo en términos militares. Normalmente este proceso va ligado a una mirada hacia el futuro, y a interrogarse sobre lo que se ha conseguido hasta aquel momento mediante el uso de las armas, y a veces por bastantes décadas. Una respuesta sincera plantea cuantificar el número de bajas mortales, propias y ajenas, la desestructuración de comunidades, los desplazamientos masivos y cosas similares, nada creativas, solo destructivas. Es el interrogante gandhiano sobre los medios utilizados, generadores de terror, de odio y de repulsa, y que cuestionan las fantasías sobre si el grupo armado es la expresión del pueblo alzado en armas, o la viva representación de los movimientos populares. Hay, en los grupos armados, una tremenda facilidad de auto engañarse durante largo tiempo en este sentido, tratando a los movimientos sociales y populares como sujetos infantiles y desprotegidos, que necesitan del amparo de un grupo armado. Despegarse de esa falsa creencia no es fácil, pero es condición indispensable para que, cuando se entra a negociar, sea el propio grupo, y nada más, lo que se ponga en la balanza de los activos, aunque tengan cierto apoyo social.

Toda esta reflexión viene a cuento porque, en demasiadas ocasiones, los movimientos exploratorios para ver si hay condiciones para iniciar unas negociaciones de paz, nos indican que alguna o todas las partes implicadas no quieren, en realidad, o no están todavía preparadas para dar el gran salto adelante. Con frecuencia, una negociación puede ser un pretexto para ganar tiempo, para fortalecerse militarmente, para esconder un desgaste o una pérdida de capacidad militar, y otros muchos motivos que nunca se explicitarán de cara al oponente. Desenmascarar esta pérfida estrategia, que acaba por quemar a todas las partes, es fundamental desde el primer momento. Y ver lo que hay de cierto y de mentira en las primeras manifestaciones de las partes, no es nada fácil, debido a la sofisticación del lenguaje utilizado, ideado para engañar utilizando palabras genéricas, abstractas o vacías de contenido. En otras palabras: no hay compromiso para la paz, sino táctica o estrategia de guerra mediante la manipulación de la oferta de iniciar negociaciones.

Pasar del discurso legitimador de la violencia y de la confrontación armada, a un nuevo discurso que empiece a desmitificar la violencia física o la guerra como medio para obtener fines políticos, lleva su tiempo. Voy a poner dos ejemplos, de contextos completamente diferentes. Uno es el de la izquierda independentista (abertzale) vasca, y el otro es de la guerrilla colombiana de las FARC. En el primer caso, la organización Batasuna pasó de ser algo parecido al brazo político de ETA, aunque no exactamente, a ser una organización que públicamente deslegitimaba el uso de la violencia y adoptaba una estrategia noviolenta para conseguir sus objetivos políticos. Ese tránsito, muy incomprendido por numerosos sectores políticos españoles, requirió un poco más de una década. Tuve la oportunidad de seguirla muy de cerca, de conocer a algunos de sus protagonistas y de analizar cada una de sus palabras, ya fuera de viva voz o por escrito, en entrevistas o en declaraciones públicas. ETA, en cambio, modificó poco su discurso, o al menos no fue convincente, de manera que fue la evolución o conversión de su expresión política, Batasuna (con los diferentes nombres a que se vio obligada a adoptar), lo que obligó a ETA a abandonar la lucha armada, por ausencia total de apoyo social, amén de la presión policial, muy efectiva. Ese tránsito al abandono de la violencia física tiene nombres y apellidos, y algunos, extrañamente, lo han pagado con penas de prisión, algo inconcebible en cualquier otra parte del mundo, donde a pesar del dolor y sufrimiento causado en los años de la violencia, se reconoce el mérito de quienes cambian de actitud y lideran un proceso de paz[1].

El otro es de las FARC, en Colombia. En 1999 estaba negociando con el Gobierno, hasta 2002, con una fuerza impresionante, tanto en efectivos militares como en dominio territorial. Las negociaciones de paz se convirtieron en un acto teatral, en un escenario donde mostrar el poderío, y con una pésima metodología que no permitiría llegar a acuerdos razonables. Es probable, y así lo pensaron muchísimas personas de Colombia y de los medios diplomáticos afectados directamente por la escenografía creada para el evento, que las FARC y el mismo Gobierno colombiano de entonces, no tuvieran una real voluntad de paz, con lo que ello comporta de cesar los combates, efectuar reformas estructurales y desarme final de la guerrilla. No hubo alto el fuego bilateral durante las negociaciones, y las FARC dominaron el teatro de operaciones militares. Un desastre.

En 2012, sin embargo, y después de varios años de derrotas militares y pérdida de varios componentes de su Secretariado, se iniciaron nuevas negociaciones, en Cuba, con unas FARC completamente cambiadas, mucho más realistas, sabedoras de que no obtendrían nunca la victoria militar (el Gobierno seguramente tampoco), con menos apoyo popular, y en una América Latina gobernada por izquierdas, a través de medios democráticos. La lucha armada de las guerrillas colombianas quedó como algo sumamente extraño, fuera de la Historia, extemporáneo. Pero lo interesante del caso es que varios de sus máximos líderes empezaron a darse cuenta de ello, poco a poco, también en la década transcurrida entre 2002 y 2012.

También he tenido la oportunidad de seguir, día a día, todos los pronunciamientos de esos dirigentes en la década mencionada. Alfonso Cano, máximo comandante de las FARC, perseguido y finalmente asesinado a sangre fría en noviembre de 2011, de forma totalmente innecesaria, en la medida que iba desarmado en aquel momento, tuvo esa visión de futuro, y ya se le conocía el mérito de dirigir a su organización hacia una nueva senda, que se concretó al año siguiente en el inicio de las conversaciones formales en La Habana, pero ya sin su presencia. En los “Anuarios de procesos de paz” de 2010, 2011 y 2012[2], que recogen los acontecimientos de 2009 a 2011, detallé cada uno de los comunicados de las FARC en esos años, en los que se podía observar con total claridad lo avanzado que estaba el nuevo discurso político de la organización, a pesar de que continuaba con su lucha armada, pues no existía ningún alto el fuego bilateral. En mayo de 2009, el comandante que luego pasaría a ser el máximo responsable de las FARC, “Timochenko”, manifestó que su organización estaba plenamente comprometida en la búsqueda de una salida política negociada, porque estaban convencidos de que solución no debía ser por la vía de la confrontación militar. En julio de 2010, Alfonso Cano gravó un célebre video, famoso por su alegato a conversar y buscar una salida política al conflicto.

La guerrilla del ELN, por su parte, también inició su propio proceso de desmitificación de la guerra, especialmente a partir de 2011, y empezó a utilizar una terminología muy conocida en la educación para la paz, lo que le situaba en una notable contradicción al mantener, en paralelo, la lucha armada, y defender a capa y espada el derecho a la rebelión armada. Pero no se trata solo de exponer las contradicciones de unos u otros, sino de observar si empiezan a madurar un discurso que finalmente se traduzca en hechos de paz, y sin entrar en contradicciones y justificar el viejo y malogrado principio de “combinar todas las formas de lucha”, que produjo trágicas consecuencias en Colombia.

Siguiendo en ese mismo país, pero en épocas más lejanas, es de recordar la actitud visionaria de Jaime Bateman Cayón, dirigente de la guerrilla del M-19, que en una entrevista se definió como “un profeta de la paz”. En abril de 1980, en una entrevista que concedió al periodista Germán Castro Caycedo, invitó a varios políticos, académicos, literatos y militares, a reunirse en Panamá para discutir dónde iba el país y si había posibilidad de parar la guerra. Planteó como puntos centrales el levantamiento del Estado de sitio y el Estatuto de Seguridad; en esas condiciones – señaló – estarían dispuestos a pasar a la actividad legal[3]. Lamentablemente, el Gobierno rechazó la propuesta. A la muerte de Bateman, quienes le sucedieron en la comandancia (Iván Ospina, Alvaro Fayad y Carlos Pizarro), continuaron levantando las banderas de la negociación política y de la paz. Éste último, que fue quien firmó el acuerdo de paz en marzo de 1990. Anteriormente, Pizarro tuvo esa capacidad de “guía” y de visualizar la paz, con plena convicción de que había llegado el momento de dejar las armas para hacer política. El trayecto final del M-19 influyó decisivamente en el proyecto de paz de la guerrilla salvadoreña, que dejó las armas en 1992.

Para poner un ejemplo contrario a esta visualización de que ha llegado el momento de construir un escenario sin violencia armada, incluso para combatir las otras violencias tanto o más mortíferas, como las que provoca la violencia estructural en numerosos países del planeta, me referiré a una guerrilla asiática, que prefiero no identificar, y que ha estado intentando negociar con numerosos gobiernos de su país durante décadas, sin resultados tangibles. Tuve la oportunidad de hablar con sus negociadores con diez años de diferencia, y de tener la auténtica sensación de que en esta década intermedia no habían cambiado ni un punto ni una coma de su discurso de auténtica apología de la lucha armada. ¿Por qué, entonces, empeñarse en jugar a reintentar negociar una vez más? El máximo dirigente del grupo lo expuso, sin disimulo, en un libro de su autoría, donde explicaba que “la negociación forma parte de nuestra estrategia de guerra”. Después del último intento, también fallido, de volver a abrir unas negociaciones, le escribí una carta a dicho dirigente, con un lenguaje cortés, pero claro, quizás demasiado claro, con la siguiente reflexión acompañada de pregunta: “Por la experiencia de ir observando cómo han funcionado todas las negociaciones de paz en el mundo, en los últimos 20 o 30 años, he llegado a la conclusión de que solo avanzan y tienen éxito aquellas negociaciones en las que, desde su inicio, las dos partes enfrentadas tienen, por una parte, un claro deseo y una profunda convicción de llegar a un acuerdo final, con la flexibilidad que ello supone a lo largo del proceso, y, por otra parte, la convicción de ambas partes de que continuar con el enfrentamiento armado no será nunca el método para llegar a un acuerdo. Llega un momento, siempre histórico, en que las dos partes llegan a la conclusión de que la participación política y el cumplimiento de los derechos humanos, son o han de ser los dos caminos complementarios sobre los cuales se pueden lograr transformaciones políticas, sociales y económicas. Un momento en el que el uso de las armas acaba perdiendo sentido como instrumento de cambio… Me pregunto si ustedes han llegado ya a ese momento de convicción sobre la necesidad de pasar de la lucha armada a la lucha política, a través de una negociación, tal como están haciendo la mayoría de los grupos armados que hay en el mundo”.

Como supuse desde el principio, la carta no tuvo respuesta, confirmando mi sospecha de que no podían manifestar abiertamente que no habían llegado a la conclusión de que llegó el momento, después de décadas de lucha armada, de dar paso a la política como instrumento de transformación. Clarificar este punto, por tanto, es el primer paso para saber si tiene sentido o no abrir una negociación. Me he referido bastante a la actitud de los grupos armados, pero lo mismo vale decir para los gobiernos que tienen que negociar con ellos. Si tienen plena disposición y no exigen demasiadas precondiciones, la exploración irá avanzando y se llegará a un acuerdo de cómo llevar a cabo la negociación y de los temas que conformarán la agenda de discusión.

Todo lo dicho hasta aquí es válido para aquellos intentos de negociación en que intervienen grupos armados con una agenda y una ideología específica, y gobiernos más o menos democráticos. Tengo que advertir, sin embargo, que en más de la mitad de los casos actuales y de los últimos tiempos, quienes se han sentado en una mesa de negociación no han cumplido esos requisitos. Por desgracia, hay numerosos grupos armados que solo pretenden hacerse con una parte del botín, sea económico, militar o político, o del control de los recursos naturales de una región. En estos casos, no cuentan las ideologías, ni hay trasfondos loables o humanistas. Es pura lucha por el poder. De ahí que un número apreciable de “procesos de paz” no lo son en realidad, pues no comportan la llegada de la democracia, ni mayor libertad para las personas, ni una mejora de su bienestar y todo lo que cabría esperar del silencio de las armas. Es más, en algunos casos, la situación empeora, surgen luchas internas por hacerse con el control del país o de un pedazo de él. Y si somos honestos, hemos de reconocer que no necesariamente la firma de un “acuerdo” conlleva la llegada de la paz, que es un concepto vinculado a la justicia social, a la buena gobernanza, al respeto de los derechos humanos y a la satisfacción de las necesidades básicas de la población, entre otras cosas.

Hay “acuerdos de paz” (sic) de dos o tres páginas, en la que las partes se perdonan los pecados y se reparten el poder. No hay nada más. Recomiendo el repaso de algunos de estos acuerdos, para ver la diferencia abismal entre estos “pactos sin contenido” y los que realmente intentan cambiar escenarios[4]. Sin duda, estos últimos requieren más tiempo, a veces buscan la participación social y encuentran severas resistencias de los sectores dominantes. En el primer tipo de acuerdos no se necesitan “guías”, ni guerreros visionarios o políticos osados, con capacidad de transcendencia personal, solo ambición y poder. Las negociaciones con estos grupos son un simple mercadeo de favores y prebendas. En Colombia nos interesa que funcione el segundo tipo de negociaciones, las únicas capaces de crear condiciones para transformar la sociedad y beneficiar a la población. Ahí es donde se necesita una metodología, tener en cuenta experiencias pasadas y ponerle mucha imaginación al empeño en lograr un acuerdo de paz.

ENDNOTES

[1]  Fisas, Vicenç, ¿Llegó la hora? Propuestas de paz para el País Vasco, Icaria editorial, Barcelona, 2010, 95 p.

[2]  Fisas, Vicenç, Anuario de Procesos de paz de los años 2010, 2011 y 2012, Icaria editorial, Barcelona.

[3]  Villamizar, Darío, Jaime Bateman. Biografía de un revolucionario, Taller de Edición Rocca, Bogotá, 2015.

[4]  Peace Accords MATRIX,  https://peaceaccords.nd.edu/,

United Nations Peacemaker, http://peacemaker.un.org/

 

                        author

Vicenç Fisas

Director de la Escuela desde su creación en 1999. Doctor en Estudios sobre Paz por la Universidad de Bradford (RU). Tema actual de investigación: negociaciones y procesos de paz. Premio Nacional Derechos Humanos, 1988. Autor de más de 30 libros sobre desarme, alternativas de defensa, investigación sobre la paz, conflictos… MORE >

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